dimecres, 29 de desembre del 2010

Dolly

Estaba rota. No lo supe hasta verla de cerca, pero sí, no era más que un despojo de lo que había sido. Y lo que había sido era magnífico, pero ya no era nada más que una muñequita rota, con la pintura desgastada y los rizos desechos. En otros tiempos esa pintura marchita había sido delicadamente trazada sobre su piel de alabastro, y su cabello caoba oscuro se entretejía en fuertes bucles. Pero ahora yacía sobre sus hombros, enmadejado como si alguien la hubiera sacudido, dando bandazos, antes de dejarla caer. Al acostarla, sus ojos se cerraban, igual que antes, pero ya no lo hacían con la misma cadencia; y su vestido, tan gracioso y almidonado, se había vuelto ralo y descolorido, como su pintura y su pelo. Como ella misma.
A veces echo de menos aquella preciosa muñeca resplandeciente, y desearía cambiarla por este guiñapo. Pero ya no puedo, y en el fondo, aunque me pese, es mi querido guiñapo. Mi precioso guiñapo, para los demás; princesa para mí.

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